En tiempos de Juegos Olímpicos, se reabren los debates y las
discusiones acerca de expectativas colmadas, éxitos y fracasos.
¿Cuáles son los parámetros que miden logros o decepciones? ¿Es
suficiente pregonar que el resultado no es lo más importante sino que lo es el competir?
¿Hasta qué punto los principios formulados por el Barón Pierre de Coubertin en su concepción del
Olimpismo son reales y se transfieren a otras competencias de orden mundial?
“Por el bien del juego”, “Respeto”, “Juego Limpio” o “No al Racismo”
son slogans que la FIFA maneja hace años y que resultan ser una proyección de
los principios generales del olimpismo sobre los particulares del fútbol.
Los intereses comerciales, los patrocinios y la participación de
deportistas profesionales en los JJOO han reformulado esta filosofía de vida, y
la han relanzado hacia una nueva era. Sin embargo, aún perduran valores “patrióticos”
que se mantienen a lo largo de la historia del deporte, sea cual sea la
disciplina, sea cual sea la competencia; ellos son los compromisos que los
deportistas asumen con sus banderas, con sus historias, con sus antecesores.
Un ejemplo es nuestro Uruguay natal, donde los éxitos mundiales fueron
y son fundamentalmente en fútbol. Desde las medallas en los JJOO de 1924 y 1928
y las campeonatos mundiales de 1930 y 1950, el fútbol uruguayo está
condicionado por esa historia áurea en cada competencia en la cual participa.
A los uruguayos, hasta hoy la historia nos exige, nos apretuja entre el
honor y el orgullo de entonar el himno nacional, entre el compromiso y la
obligación de lograr el éxito. Antaño, ser campeón era lo único que valía, y no
serlo era sinónimo de fracaso y depresión.
Las profundas investigaciones y reflexiones de sociólogos e historiadores
del deporte, dejan en evidencia la evolución de las sociedades en todos los
continentes. Esta evolución no garantiza el éxito en todo campo de actuación,
pero sí nos muestra y demuestra que buscar la perfección en el deporte no
siempre lleva a la excelencia. Simplemente con comprender que hay que tender a
ser excelentes, tenemos gran parte del éxito a mano. Otra cosa es lograrlo.
Vivimos en Europa desde hace años e incursionamos por otros
continentes. Otras costumbres, otras culturas, otros hábitos, pero experiencias
comunes. Consagrarse en segunda posición en una competencia internacional y
quitarse del cuello la medalla en la
ceremonia de clausura, podría considerarse como una infravaloración por lo
logrado, aunque son pocos (o quizás muchos) los que lo podemos comprender.
Nuestro tránsito por el mundo nos proporciona un espectro de vivencias al
respecto. La frustración por no alcanzar lo que tanto se anhela, revela las
raíces de cada atleta y su destino. Esto no constituye el resultado de ningún
estudio psicológico, sino tan solo un reflejo de experiencias vividas y
reacciones que seguramente podrían ser revisables.
Seguimos aprendiendo de los JJOO. Disfrutamos y nos emocionamos. La
alegría que experimentan los mejores deportistas del mundo al obtener una
medalla de plata o bronce nos conmueve, y eleva a categoría de autocrítica la
obsesión por la victoria en sí misma, más que por el camino recorrido para
lograrla.
Las medallas traducen valores; intentar alcanzarlas es un estilo de
vida.